/Booquerio/archivos/libros/J.K. Rowling - Harry Potter 1 - La Piedra Filosofal.txt
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- J.K. Rowling
- Harry Potter y la piedra filosofal
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- Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del insoportable primo Dudley. Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un vuelco espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá encantamientos, trucos fabulosos y tácticas de defensa contra las malas artes. Se convertirá en el campeón escolar de quidditch, especie de fútbol aéreo que se juega montado sobre escobas, y se hará un pu?ado de buenos amigos... aunque también algunos temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le permitirán cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a primera vista, Harry no es un chico común y corriente. ?Es un mago!
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- Título original: Harry Potter and the Philosopher’s Stone
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- Traducción: Alicia Dellepiane
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- Copyright J.K. Rowling, 1997
- Copyright Emecé Editores, 1999
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- El Copyright y la Marca Registrada del nombre y del personaje Harry Potter, de todos los demás nombres propios y personajes, así como de todos los símbolos y elementos relacionados, son propiedad de Warner Bros, 2000
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- Emecé Editores Espa?a, S.A.
- Mallorca, 237 - 08008 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
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- ISBN: 84-7888-445-9
- Depósito legal: B-36.730-2000
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- 1? edición, marzo de 1999
- 14? edición, agosto de 2000
- Printed in Spain
- Para Jessica, a quien le gustan las historias,
- para Anne, a quien también le gustaban,
- y para Di, que oyó ésta primero.
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- El ni?o que vivió
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- El se?or y la se?ora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extra?o o misterioso, porque no estaban para tales tonterías.
- El se?or Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La se?ora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo peque?o llamado Dudley, y para ellos no había un ni?o mejor que él.
- Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.
- La se?ora Potter era hermana de la se?ora Dursley, pero no se veían desde hacía a?os; tanto era así que la se?ora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la acera. Sabían que los Potter también tenían un hijo peque?o, pero nunca lo habían visto. El ni?o era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que Dudley se juntara con un ni?o como aquél.
- Nuestra historia comienza cuando el se?or y la se?ora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extra?os y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El se?or Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la se?ora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.
- Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.
- A las ocho y media, el se?or Dursley cogió su maletín, besó a la se?ora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el ni?o tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. ?Tunante?, dijo entre dientes el se?or Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.
- Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el se?or Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ?En qué había estado pensando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El se?or Dursley parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el se?or Dursley daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía ?Privet Drive? (no podía ser, los gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El se?or Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día.
- Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extra?a. Individuos con capa. El se?or Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ?Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extra?os que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy excitados. El se?or Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ?y vestía una capa verde esmeralda! ?Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el se?or Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.
- El se?or Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella ma?ana le habría costado concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las se?alaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra. La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin embargo, el se?or Dursley tuvo una ma?ana perfectamente normal, sin lechuzas. Gritó a cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar. Estuvo de muy buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la panadería que estaba en la acera de enfrente.
- Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con un donut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas palabras de su conversación.
- —Los Potter, eso es, eso es lo que he oído...
- —Sí, su hijo, Harry...
- El se?or Dursley se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.
- Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a gritos a su secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y, cuando casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se atusó los bigotes mientras pensaba... No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan especial. Estaba seguro de que había muchísimas personas que se llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al ni?o. Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la se?ora Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cualquier mención de su hermana. Y no podía reprochárselo. ?Si él hubiera tenido una hermana así...! Pero de todos modos, aquella gente de la capa...
- Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta.
- —Perdón —gru?ó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al suelo. Segundos después, el se?or Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban:
- —?No se disculpe, mi querido se?or, porque hoy nada puede molestarme! ?Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ?Hasta los muggles como usted deberían celebrar este feliz día!
- Y el anciano abrazó al se?or Dursley y se alejó.
- El se?or Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que eso fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la imaginación).
- Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la ma?ana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los ojos.
- —?Fuera! —dijo el se?or Dursley en voz alta.
- El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El se?or Dursley se preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.
- La se?ora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le informó de los problemas de la se?ora Puerta Contigua con su hija, y le contó que Dudley había aprendido una nueva frase (??no lo haré!?). El se?or Dursley trató de comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo para ver el informativo de la noche.
- —Y por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas habitualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas han cambiado sus horarios de sue?o. —El locutor se permitió una mueca irónica—. Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo. ?Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
- —Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han tenido hoy una actitud extra?a. Telespectadores de lugares tan apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí ayer ?tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ?Es la semana que viene, se?ores! Pero puedo prometerles una noche lluviosa.
- El se?or Dursley se quedó congelado en su sillón. ?Estrellas fugaces por toda Gran Breta?a? ?Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los Potter...
- La se?ora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo.
- —Eh... Petunia, querida, ?has sabido últimamente algo sobre tu hermana?
- Como había esperado, la se?ora Dursley pareció molesta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.
- —No —respondió en tono cortante—. ?Por qué?
- —Hay cosas muy extra?as en las noticias —masculló el se?or Dursley—. Lechuzas... estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con aspecto raro...
- —?Y qué? —interrumpió bruscamente la se?ora Dursley
- —Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo.
- La se?ora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El se?or Dursley se preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido ?Potter?. No, no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:
- —El hijo de ellos... debe de tener la edad de Dudley, ?no?
- —Eso creo —respondió la se?ora Dursley con rigidez.
- —?Y cómo se llamaba? Howard, ?no?
- —Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.
- —Oh, sí—dijo el se?or Dursley, con una espantosa sensación de abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo.
- No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la se?ora Dursley estaba en el cuarto de ba?o, el se?or Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del dormitorio y escudri?ó el jardín delantero. El gato todavía estaba allí. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo.
- ?Se estaba imaginando cosas? ?O podría todo aquello tener algo que ver con los Potter? Si fuera así... si se descubría que ellos eran parientes de unos... bueno, creía que no podría soportarlo.
- Los Dursley se fueron a la cama. La se?ora Dursley se quedó dormida rápidamente, pero el se?or Dursley permaneció despierto, con todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la se?ora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de su clase... No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)... No, no podría afectarlos a ellos...
- ?Qué equivocado estaba!
- El se?or Dursley cayó en un sue?o intranquilo, pero el gato que estaba sentado en la pared del jardín no mostraba se?ales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una estatua, con los ojos fijos, sin pesta?ear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puertezuela de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.
- Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.
- En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cristales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.
- Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró:
- —Debería haberlo sabido.
- Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la se?ora Dursley con sus ojos como cuentas, peque?os y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.
- —Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
- Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un mo?o. Parecía claramente disgustada.
- —?Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
- —Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
- —Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
- —?Todo el día? ?Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
- La profesora McGonagall resopló enfadada.
- —Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no... ?Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.
- —No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once a?os...
- —Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores...
- Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.
- —Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ?no, Dumbledore?
- —Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que agradecer. ?Le gustaría tomar un caramelo de limón?
- —?Un qué?
- —Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.
- —No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...
- —Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ?verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once a?os intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo ?Quien-usted-sabe?. Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
- —Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.
- —Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.
- —Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.
- —Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la se?ora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
- La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar.
- —Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ?Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ?Sobre lo que finalmente lo detuvo?
- Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dumbledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera ?aquello que todos decían?, no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
- —Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... están... bueno, que están muertos.
- Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.
- —Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...
- Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
- —Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.
- La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
- —Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese ni?o. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.
- Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
- —?Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ?no pudo matar a un ni?o? Es asombroso... entre todas las cosas que podrían detenerlo... Pero ?cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?
- —Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.
- La profesora McGonagall sacó un pa?uelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número; peque?os planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
- —Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ?no?
- —Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí.
- —He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.
- —?Quiere decir...? ?No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y se?alando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ?Harry Potter no puede vivir ahí!
- —Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
- —?Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse—. Dumbledore, ?de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ?Esa gente jamás comprenderá a Harry! ?Será famoso... una leyenda... no me sorprendería que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los ni?os del mundo conocerán su nombre.
- —Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier ni?o. ?Famoso antes de saber hablar y andar! ?Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ?No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?
- La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:
- —Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ?cómo va a llegar el ni?o hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.
- —Hagrid lo traerá.
- —?Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan importante como eso?
- —A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
- —No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a rega?adientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ?Qué ha sido eso?
- Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.
- La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y además, tan desali?ado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el mismo tama?o que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
- —Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ?Y dónde conseguiste esa moto?
- —Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, se?or.
- —?No ha habido problemas por allí?
- —No, se?or. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.
- Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un ni?o peque?o, profundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.
- —?Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.
- —Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
- —?No puede hacer nada, Dumbledore?
- —Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Hagrid, es mejor que terminemos con esto.
- Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley
- —?Puedo... puedo despedirme de él, se?or? —preguntó Hagrid.
- Inclinó la gran cabeza desgre?ada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.
- —?Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ?Vas a despertar a los muggles!
- —Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pa?uelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles...
- —Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del ni?o y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el peque?o bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
- —Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.
- —Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devolver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
- Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche.
- —Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta.
- Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.
- —Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció.
- Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano peque?a se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la se?ora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley.. No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: ??Por Harry Potter... el ni?o que vivió!?.
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- 2
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- El vidrio que se desvaneció
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- Habían pasado aproximadamente diez a?os desde el día en que los Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que aquél donde el se?or Dursley había oído las ominosas noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez a?os. Sólo las fotos de la repisa de la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez a?os antes, había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un ni?o peque?o, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por su madre... La habitación no ofrecía se?ales de que allí viviera otro ni?o.
- Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el primer ruido del día.
- —?Arriba! ?A levantarse! ?Ahora!
- Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
- —?Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. El ni?o se dio la vuelta y trató de recordar el sue?o que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había so?ado lo mismo anteriormente.
- Su tía volvió a la puerta.
- —?Ya estás levantado? —quiso saber.
- —Casi —respondió Harry
- —Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumplea?os de Duddy.
- Harry gimió.
- —?Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
- —Nada, nada...
- El cumplea?os de Dudley... ?cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una ara?a de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las ara?as, porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía.
- Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cumplea?os de Dudley. Parecía que éste había conseguido el ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy rápido.
- Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más peque?o y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella peque?a cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho.
- —En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no hagas preguntas.
- ?No hagas preguntas?: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.
- Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.
- —?Péinate! —bramó como saludo matinal.
- Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al resto de los ni?os de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados.
- Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre. Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos peque?os de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
- Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
- —Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el a?o pasado.
- —Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande de mamá y papá.
- —Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
- Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
- Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
- —Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ?Qué te parece, pichoncito? Dos regalos más. ?Está todo bien?
- Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último, dijo lentamente.
- —Entonces tendré treinta y.. treinta y..
- —Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
- —Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más cercano—. Entonces está bien.
- Tío Vernon rió entre dientes.
- —El peque?o tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ?Bravo, Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.
- En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió, enfadada y preocupada ala vez.
- —Malas noticias, Vernon —dijo—. La se?ora Figg se ha fracturado una pierna. No puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
- La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada a?o, el día del cumplea?os de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada a?o, Harry se quedaba con la se?ora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la se?ora Figg le hacía mirar las fotos de todos los gatos que había tenido.
- —?Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la se?ora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un a?o antes de tener que ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Se?or Paws o Tufty.
- —Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
- —No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
- Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos, algo así como un gusano.
- —?Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?
- —Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.
- —Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley
- Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
- —?Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
- —No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
- —Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—... y dejarlo en el coche...
- —El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
- Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía a?os que no lloraba de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre le daría cualquier cosa que quisiera.
- —Mi peque?ito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial —exclamó, abrazándolo.
- —?Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos sollozos—. ?Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los brazos de su madre.
- Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
- —?Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido llanto de inmediato.
- Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero antes de salir tío Vernon se llevó aparte a Harry.
- —Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry—. Te estoy avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta la Navidad.
- —No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
- Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
- El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extra?as cerca de Harry y no conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
- En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la peluquería como si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape, exceptuando el flequillo, que le dejó ?para ocultar la horrible cicatriz?. Dudley se rió como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas remendadas. Sin embargo, a la ma?ana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo le había crecido tan deprisa el pelo.
- Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la cabeza, más peque?a se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como un guante a una mu?eca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
- Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando, tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea. Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer (como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry suponía que el viento lo había levantado en medio de su salto.
- Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la se?ora Figg, con su olor a repollo.
- Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus temas favoritos. Aquella ma?ana le tocó a los motoristas.
- —... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los adelantaba.
- —Tuve un sue?o sobre una moto —dijo Harry recordando de pronto—. Estaba volando.
- Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el asiento y gritó a Harry:
- —?LAS MOTOS NO VUELAN!
- Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
- Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
- —Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sue?o.
- Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se comportara de forma indebida, no importa que fuera un sue?o o un dibujo animado. Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
- Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego, como la sonriente se?ora del puesto preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
- Fue la mejor ma?ana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande, tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.
- Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno para durar.
- Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y había vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente dormida.
- Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vidrio, contemplando el brillo de su piel.
- —Haz que se mueva —le exigió a su padre.
- Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
- —Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
- Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando.
- —Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies.
- Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compa?ía, salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
- De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, peque?os y brillantes como cuentas. Lenta, muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de Harry.
- Gui?ó un ojo.
- Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y también le gui?ó un ojo.
- La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó los ojos hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
- —Me pasa esto constantemente.
- —Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro de que la serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
- La serpiente asintió vigorosamente.
- —A propósito, ?de dónde vienes? —preguntó Harry
- La serpiente levantó la cola hacia el peque?o cartel que había cerca del vidrio. Harry miró con curiosidad.
- ?Boa Constrictor, Brasil.?
- —?Era bonito aquello?
- La boa constrictor volvió a se?alar con la cola y Harry leyó: ?Este espécimen fue criado en el zoológico?.
- —Oh, ya veo. ?Entonces nunca has estado en Brasil?
- Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry los hizo saltar.
- —?DUDLEY! ?SE?OR DURSLEY! ?VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ?NO VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
- Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
- —Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados cerca del vidrio, y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
- Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el cubículo de la boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había desenrollado rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las personas que estaban en la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas.
- Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que una voz baja y sibilante decía:
- —Brasil, allá voy... Gracias, amigo.
- El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
- —Pero... ?y el vidrio? —repetía—. ?Adónde ha ido el vidrio?
- El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no dejaban de quejarse. Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que darles un golpe juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Vernon, Dudley les contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó y pud…